“¿Sabe quiénes golpean? Los que no tienen capacidad de dialogar. Golpean los que vienen de una vida frustrada, porque aprendieron que la forma de conseguir las cosas es ejerciendo el dominio sobre el otro. Tienen poder, el poder que da la sumisión”, dice Ana, que no se llama Ana pero cuya historia es la misma que relatan otras miles de mujeres golpeadas. En la provincia de Buenos Aires, durante 2005, hubo más de 8800 denuncias en las comisarías de la Mujer y 123 homicidios consecuencia de la violencia familiar. En la Ciudad de Buenos Aires, en el mismo período, se brindó asistencia en los Centros Integrales a 3669 víctimas, según datos de la Dirección General de la Mujer. A nivel nacional, el Consejo Nacional de la Mujer carece de estadísticas.
“Golpean hasta que una dice basta, porque si no te das cuenta de que entrás en la misma espiral de violencia que él y llegás a pensar que un día podes agarrar un cuchillo –prosigue Ana– para clavárselo y no importa lo que te pase en la cárcel porque lo único que querés es zafar de él. No sólo me golpeaba, no sólo me torturaba psicológicamente. Me obligaba a acostarme con él. Yo no quería, pero tenía que hacerlo, me daba asco. Un día, después de una discusión, fui a la cocina y agarré un cuchillo. Pero en ese momento pensé: ‘no vale la pena que por este tipo yo termine en el cárcel’.”
La vida de Ana tomó otro rumbo cuando se fue de su casa, apartándose de su marido violento y, apoyada por sus hijos, recibió la asistencia de profesionales del Refugio Hogar Casa Abierta María Pueblo, una entidad en la provincia de Buenos Aires, donde llegan las mujeres víctimas de violencia sin necesidad de desprenderse de sus hijos. La dirección de la entidad se mantiene reservada por una resolución de la Suprema Corte de la Justicia bonaerense como medida de protección. Existen alrededor de diez refugios con estas características.
Ana no es su verdadero nombre. La violencia que hace tiempo selló su cuerpo hoy hace que prefiera permanecer en el anonimato, pero está convencida de que su testimonio puede ayudar a que su historia no se repita.
La violencia familiar, como algo oculto, puertas adentro, es parte de los testimonios. “Nadie me daba una mano por más que lo supieran. Hoy es un tema que se instaló y yo creo que fue porque hubo muchos niños y mujeres que murieron”, sostuvo Ana.
“Si todas las mujeres que padecen violencia supieran que existen lugares donde las pueden ayudar y que hay leyes que las protegen, las cosas serían diferentes. Hay miles de mujeres que desconocen que existe otra vida además de la de los golpes. Quienes padecemos estos actos tenemos un miedo que nos aprisiona, aun cuando corre peligro nuestra vida. Yo nunca pensé en hacer la denuncia porque probablemente lo que se me venía después era peor, sabía que la policía no me iba a creer, que me iban a decir que algo hice. Además, cuando hacés una denuncia te mandan a tu casa de nuevo. ¿Qué loco, no? Me vuelvo a mi casa con el agresor”, describe Ana.
Las agresiones empezaron siendo psicológicas “pero yo no me di cuenta. Un día la perra hizo caca adentro de la casa, yo venía de trabajar. El entró adelante y empezó a decirme que a mí me gustaba vivir en la mierda y fue al baño y tiró el papel higiénico del tacho de basura por toda la casa. Puedo contar cómo mi cabeza iba al inodoro, o que me agarraba del cuello y me ponía contra la pared. Como mi autoestima estaba muy baja, que me dijeran idiota era algo normal, o que no sirvo para nada, era algo normal. Y pasan los años y una se va acostumbrando. Y te quedás por los hijos”.
Ana insiste: “Los golpes no tienen justificación. Un hombre violento te dice, después de que te golpea, que lo perdones, que no se dio cuenta y promete que no lo volverá a hacer más. Vos escuchás ese verso y después te golpea de nuevo”.
Para Ana, el fin de esta historia comenzó cuando llegó un día tarde de su trabajo después de una larga jornada. “Al día siguiente tenía que presentar un informe. Esa noche él (su marido) me dijo que no quería que yo siguiera trabajando porque no podía ocuparme de los chicos y la casa. Yo le dije que iba a seguir trabajando sin importar lo que me dijera. Después, él quiso mantener relaciones y le dije que estaba cansada. Me rompió el diskette en el que había guardado todo lo que había hecho. Me dijo que quería una puta en la cama y yo le dije que si quería una puta que la pagara. Sabía que atrás de eso venía el tortazo. Entonces me levanté, me fui a la cocina. Siguió torturándome, quiso pegarme y en ese momento yo tenía un cuchillo en la mano y dije: no vale la pena. Me fui a la habitación, agarré mis cosas y me fui de casa. Le dije a mi hijo que me iba y me contestó: ‘Mamá, esto lo tendrías que haber hecho hace veinte años’.”
Después de un tiempo, cuando “él vio que yo no volvía a casa fue a mi trabajo, abrió la puerta del despacho y me alzó pasándome del otro lado del mostrador”. Ese mismo día se le hizo una exclusión de hogar “porque lo que sucedió salió en los diarios, porque yo trabajaba en el Concejo Deliberante de La Plata. Entonces volví a mi casa, él no se podía acercar y yo contaba con custodia policial. Cuando se levantó esa protección, entró por la puerta de atrás violando la norma. Mi hijo me defendió y me gritó que llamara a la policía”.
La historia de Ana es la de muchas otras mujeres. Ana encontró ayuda en el refugio Casa Abierta. Tiene domicilio real reservado según un decreto de la Procuración bonaerense como medida de protección ante situaciones de violencia extrema. Desde septiembre de 2001 hasta febrero del año siguiente Ana estuvo en el refugio. “Hasta que no vieron que yo me podía sustentar económicamente, no me dejaron ir.” Ana hizo hincapié en eso porque su marido “se quedó con todo. Por haberme golpeado fue sobreseído, adujo emoción violenta, es decir, que la situación lo superó. No pasó nada porque yo no tenía denuncias previas hechas”.
Uno de los fundadores del hogar, Darío Witt, relató a este diario que al hogar “se ingresa de manera voluntaria. Desde el primer encuentro las mujeres tienen que tomar decisiones, y eso es algo a lo que antes no estaban acostumbradas. Las víctimas de violencia nunca fueron escuchadas”.
Ninguna de las personas que los llama queda sin atender. “El primer contacto es telefónico y luego se pasa a una entrevista en un lugar neutral, público, si es que la situación no es extremadamente urgente”, explicó Witt. Y aclara: “La alternativa de ingreso al refugio es la última, es decir, cuando el riesgo de vida es extremo. Algunas mujeres sólo necesitan asistencia legal o que las acompañemos para que ellas tomen decisiones”.
Por otra parte, en muchas ocasiones “sabemos que va a volver con su pareja. No condenamos a la que vuelve. La idea es que se plantee algunas preguntas, se replantee algunas cosas, es decir, que vuelva para cambiar. La base está no en si vuelve o no, sino en cómo vuelve”. Para Witt es esencial recordar que “una víctima hace lo que puede, no lo que quiere”.
El titular del refugio hizo hincapié en los oídos sordos de la sociedad “que escucha pero no hace nada. Es necesario que las cosas cambien. Necesitamos que el país sea más justo en este tema”.
Informe: M. S. Wasylyk Fedyszak.
Fuente: Idoop
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